Un informe preparado por el entorno de Baruch Ivcher le estalló en la cara a Cecilia Valenzuela la tarde del lunes pasado.
Ivcher, que había estado de viaje, se enteró a bocajarro que el programa de la ventana discreta y la puerta falsa seguía aquejado de un rating tan bajo como sus intenciones, que su conductora había dicho que contaba con el apoyo explícito de su patrón en todas las “campañas” emprendidas durante su ausencia y, encima, que se le venía un juicio de padre y señor por parte de Gustavo Mohme, blanco del hígado graso de la señora en cuestión.
El hombre que no quiere pagar 54 millones de soles a la Sunat convocó a una reunión de emergencia esa misma tarde. Lo acompañó Alberto Cabello, su teniente alcalde. Por el lado de la señora de los pocos puntos estaba también Gilberto Hume, esa sombra benévola. El tema era qué hacer con un programa que el jueves pasado había perdido ya no sólo ante Prensa Libre, hecho consuetudinario, sino ante Cállate Beto, de Canal 11, (segunda media hora del jueves 9 de agosto del 2007: Ventana, 3,9; Beto: 4,3, rating de hogares, Ibope Time).
¿Perder frente a Beto? ¿Perder frente a Beto, que está en un canal de antena helada, audio constipado y camarógrafos con neumonía? Eso era lo último que Ivcher hubiera podido esperar.
El hombre que recibió sus veinte millones de consolación le dijo a la señora de los pocos puntos que no estaba de acuerdo con sus desmanes a la hora de tratar el asunto de Gustavo Mohme, que cómo era posible que todo se hubiese construido sobre el testimonio de un delincuente como Crousillat, que qué clase de investigación era esa que hasta Bayly la había hecho trastabillar en la entrevista de entrecasa que tuvieron el fin de semana antepasado.
La señora recordó que no era la primera vez que una fuente de tal calaña había sido útil tanto para ella como para el canal.
El señor principal levantó la voz. El señor Hume intervino para pedir calma. La señora preguntó qué podía hacer para que las aguas volviesen a su nivel.
El señor principal le dijo que lo único que cabía era conformar un Consejo Editorial que calificara sus investigaciones. El señor Hume murmuró una resistencia. La señora de la ventana sin vistas dijo, valientemente, que ella no aceptaba autoridad alguna sobre su programa.
Ambos convinieron en que lo mejor sería que el programa no saliese esa noche. Y no salió. Digamos que no fueron millones quienes lo extrañaron pero, eso sí, todo el colegaje se hizo mil preguntas. Y miles de televidentes también.
Gilberto Hume habló a las diez de la noche con una periodista y le dijo que el canal les quería imponer el Consejo Editorial, que ellos no lo permitirían, que cada uno estaba en su trinchera y que, por favor, no mencionara su nombre.
Esa misma noche, los hombres de negro del canal sellaron las oficinas de La ventana, escanearon lo que pudieron, revisaron y cancelaron algunos correos electrónicos personales y se encargaron de que nadie próximo al programa agónico acercase sus narices.
Al día siguiente, el señor de los veinte millones cobrados y los cincuenta y cuatro por pagar se reunió a solas con la señora de los pocos puntos. Ya no estaba Hume, pero sí, al parecer, Cabello.
El asunto es que la altiva señora de tan latina frecuencia se convirtió en la más faldera de las lideresas de opinión. Aceptó la vigilancia, la supervisión, el monitoreo y el grito con tal de permanecer en pantalla. Sólo pidió que no se llamara Consejo ni Comité, que fuera una persona nombrada por Ivcher la que viera los asuntos delicados antes de que saliesen al aire.
–Porque eso, Baruch, me permitiría decir esta noche que no hay Comité ni Consejo, que todo sigue igual y así los dos quedamos bien, ¿no te parece? –preguntó la señora.
Baruch dudó un instante y la miró como si mirara a una palestina que tiene los días contados.
–Perro todo lo que pueda traeerr prrobrrrema que lo vea Iván –dijo en un tono demasiado alto para el momento.
–Eso ya es un acuerdo –dijo la señora, con la mejor de sus sonrisas con hoyuelo.
Y anoche salió, con el coraje de siempre y la dignidad profesional de todos los días. Una sola pregunta doble seguía martillándola: ¿Le ganaría a Beto Ortiz esta vez? ¿Le gustaría a Iván lo que diría?
César Hildebrandt
La Primera